Decía Mefistófeles a Fausto cuando le cuestiona “¿Cómo es que estás fuera del infierno?”: “Porque éste es el infierno y no estoy fuera de él.”
Si, el infierno está aquí, es la mirada ajena, pesquisante que descubre, revela y penetra; es invasiva, incómoda, disgusta, ofensiva; es “infiernizante”, diría Jean-Paul Sartre.
Desde luego esta entidad metafísica no son los otros por sí mismos, sino somos nosotros alienados y enajenados en los otros los que hacemos que los tomemos como demonios y como infiernos.
“No se necesita hervir: el infierno son los otros, (...) pero siempre y cuando logremos escapar de su mirada paralizante.” (Sartre)
En palabras de T. S. Elliot: “¿Qué es el infierno? El infierno es uno mismo, el infierno es solo, las otras figuras en él: sólo proyecciones.”
Por eso para el cristiano aterra la presencia de Dios, que como un niño mirando sobre la rendija de la puerta, observa sin ser observado; por es los códigos morales instan al desarrollo de una consciencia personal, que castigue en silencio ahí donde las leyes humanas no puedan castigar. Es este el poder de la mirada que castiga, que desaprueba, juzga y me somete al darle poder sobre mi. Una mirada con tormento en la inseguridad y de naturaleza impersonal porque no son los otros por sí mismos, sino soy Yo a través de ellos.
Así pues me ato y me condeno en mi propio infierno, que es personal y secreto y que me hace doblegarme ante miedos e inseguridades.
Por eso recurrir al recurso animal de la mirada, que juzga, somete, subyuga al otro hasta que sea “mío” y sea yo, su infierno, su mal de ojo, la voz en su cabeza y en su inconsciencia; hasta que baje su mirada y pueda alzar aún más la mía en señal de victoria y dominación.
Este es el infierno: dejar que los otros sean en mi, pero no los otros físicos como entes materiales, sino los otros “Yoes” que, disociados y en desarmonía, asechan mi cordura y mi Ser, sea en forma de pensamientos aduladores o perturbadores, constructivos o destructivos, o en emociones, violentas y caóticas: ahí está el infierno, en el apego, en la reacción.
Esta es la caída, la existencia del otro; el otro Yo: la sombra, lo que no he podido ver pero que me juzga y me incomoda como cuando me encuentro solo e incómodo en la oscuridad, siendo cazado por la voz disonante y ruidosa que no he escuchado y que no he integrado, como una sombra, como un juez infernal. Es por eso que la justicia está siendo mal aplicada, autocastigándome por no saber ni conocer el origen de mi desgracia y de mis infiernos, que llegan a tener nombres de entidades, personas y hasta enfermedades.
Soy yo, mi propio infierno, incomprendido, inaccesible, y por eso debo arder y ser purificado por el fuego del dolor y del sufrimiento, que como expiación, da bienvenida a la transformación como un cambio, un renacimiento, y volveré a caer en el mismo infierno hasta que no lo haya entendido, hasta que no lo haya integrado a mi.
Por eso haz justicia para ti mismo y sobre ti mismo. Sufre en medida y con moderación, porque es parte de la metanoia y sublimación.